3/4-Libro: Los impuestos tienen consecuencias (por Jan Doxrud)
Los autores luego dedican varias páginas a criticar las medidas implementadas por el presidente Franklin Delano Roosevelt (FDR) quien gobernó durante 3 períodos consecutivos (1933-1945). Una primera crítica apunta a la confiscación del oro por parte del gobierno en virtud del cual los ciudadanos debían entregar oro (o certificados) que cumulasen por un valor superior a 100 dólares al Tesoro de Estados Unidos. Por cada onza el tenedor de oro recibiría 20,67 dólares, siendo este el nuevo precio oficial de este metal.
El problema es que, posteriormente, el gobierno federal aumentó el precio del oro, fijándolo en 30 dólares 1934 y que duró hasta 1970 cuando Nixon acabó el vínculo entre el oro y el dólar. Como señala Laffer, esta devalaución del dólar frente al oro significó una confiscación a los tenedores de oro y dólares, siendo esta medida un impuesto a la riqueza (algo similar sufrieron en la década de 1990 con el “corralito” y la pesificación de los dólares).
Ahora bien, los autores destacan ciertas medidas excepcionales de Roosevelt que fueron a contracorriente con este patrón de aumentos continuos de la carga impositiva. Se aprobó la ley de los Aranceles Recíprocos (1934) que permitió al primer mandatario negociar acuerdos comerciales con naciones individuales y eximir de aranceles a productos específicos. Como resultado FDR pudo negociar acuerdos con 19 países lo que redundó en un aumento del 37% de los ingresos aduaneros (en términos nominales) entre 1934 y 1935.
Un segundo cambio fue el fin de la prohibición del alcohol (ley seca) vigente desde 1920. Esto se tradujo en que la importación de alcohol se disparara y, como señalan los autores, las importaciones de estos productos “animaron el mercado nacional de consumición de estas bebidas” y cobró vigor la producción nacional
Un problema que tuvo que afrontar FDR fue la elusión. Si bien mantuvo el tramo superior del IRPF en 63%, mediante la ley de Ingresos de 1934 aumentó el impuesto a las sucesiones y el nuevo impuesto a las donaciones. En 1936 el tramo superior aumento a 79% por lo que los más ricos, como ya lo habían hecho, comenzaron a idear estrategias para eludir este pago. Para los autores esta ofensiva tributaria de FDR obedecía a una suerte de venganza del mandatario contra líderes empresariales que habrían presionado para que, finalmente, la Corte Suprema considerar como inconstitucional un proyecto central de FDR: La Ley Nacional de Recuperación Industrial.
Como señalé, el aumento del tipo impositivo no redundó en mayores ingresos para el Estado lo que significó que FDR presionara para que se realizaran nuevas alzas. En síntesis, podemos destacar los siguientes hechos bajo la presidencia de FDR en la década de 1930: confiscación del oro y devaluación del dólar; Ley de Ingresos de 1934 que significó el aumento de la progresividad del impuesto sobre la renta (dejando el tramo superior en 63%); Ley de Aranceles Recíprocos de 1935: la Ley de Ingresos de 1935 que elevó el tramo superior de 63% a 79%; la Ley de Ingresos de 1936 que redujo el impuesto a los dividendos pero los sustituyó con un recargo del 27% sobre los beneficios no distribuidos.
Aquí viene el desmantelamiento de otro mito: el New Deal habría puesto en marcha la economía nacional. Para los autores el New Deal era un programa económico ineficiente y despilfarrador. Para ello hay que fijarse en aquello que, como diría Bastiat, “no se ve”, esto es, los costes (de oportunidad). En primer lugar, estaban los costes directos tanto para la economía para el empleo, puesto que este programa económico se fundamentaba en un IRPF que llegaba al 79%. En segundo lugar, estaban los costes indirectos como fue el caso del desplazamiento de ingresos desde actividades productivas a instrumentos de deuda pública. Como ya señalé anteriormente, los más ricos recanalizaron sus ingresos a instrumentos financieros que les permitieran eludir el pago de impuestos como fue el caso de la compra de bonos.
Hay que aclarar que esto no fue algo que comenzó con Roosevelt, puesto que ya había sido una estrategia empleada anteriormente. El punto es que al aumentar la demanda por estos títulos de deuda, las institucionales municipales y estatales aumentaron su gasto (al contar con mayores recursos) pero entraban en un círculo vicioso en virtud del cual necesitaban más impuestos para pagar los intereses sobre la deuda. Los economistas citan el caso de Chicago durante los “locos años veinte”.
Dentro del contexto de la fiebre de los “muni” o bonos municipales, esta ciudad ideó nuevas formas de financiarlos, como por ejemplo, la “garantía por anticipo de impuestos”. Esto consistía básicamente en respaldar tales títulos de deuda con ingresos futuros recaudados vía impuestos. El problema con esto es qué sucedería si la recaudación fiscal futura no lograba cubrir los pagos. En palabras de los autores: “Es evidente que, dentro de un contexto de ingresos crecientes, si los gobiernos necesitaban endeudarse más y ofrecer a cambio una parte de la recaudación futura, la gestión presupuestaria no estaba siendo prudente”.
Con la gran depresión las políticas de la ciudad generó una suerte de revuelta de los contribuyente en 1931-1932 que significó que cerca de la mitad de los propietarios de chicago no pagaron los impuestos sobre la propiedad que correspondía al año 1932. En un contexto de crisis, desempleo y deflación el no ajustar este tributo a esta variación de precios hizo que este impuesto fuera impagable al no ser ad valorem (se ajustara al precio de la vivienda que, en aquel momento disminuía). En palabras de los economistas:
“Si estos gravámenes hubiesen sido tributos calculados ad valorem, se hubiesen calculado como un porcentaje determinado del valor asignado a cada inmueble, de modo que las fluctuaciones a la baja en la economía, el mercado inmobiliario y el empleo habrían corregido a la baja el impuesto. Dada la deflación, las tasas ad valorem disminuyen en términos nominales”.
En la década de 1930 el sistema federal estadounidense ya no servía al propósito de ofrecer diferentes modelos legales y distintos marcos económicos. Como explican los autores se inhibió la competencia institucional ya que la competencia fiscal se desvaneció puesto que la política económica “se movió implacablemente en una dirección y solo en esa dirección: a nivel federal, estatal y local, la norma era subir los impuestos e introducir nuevos tributos”. En el caso de los impuestos estatales y locales, estos crecieron fuertemente entre 1929 y 1932. En el caso de los estados, los autores señalan que el incremento fue de un 50% pasando de (en dólares de 2018) 18.880 millones (1929) a 29.010 (1932).
Por su parte, los ayuntamientos pasaron de 55.880 millones a 69.830 millones (dólares de 2018). En el caso del gobierno federal, los ingresos tributarios alcanzar el equivalente a 41.420 millones de dólares de 2018. Lo interesante que destacan los autores es que esta cifra no se volvió a superar hasta 1934 y, además, esta tendencia contrastaba con el alza fiscal en el nivel estatal y local. Pero en 1932 los ingresos del gobierno federal se dispararon y, en 1937 afirman los autores: “los ingresos derivados de los impuestos dependientes del gobierno federal superaron por vez primera los ingresos obtenidos en concepto de impuestos estatales o municipales”. Entre 1932 y 1939 la recaudación de ingresos estatales pasó de 29.010 millones a 50.090 millones.
En el capítulo 8 los economistas pasan a abordar el período de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y critican la idea de que este hecho histórico haya puesto fin a la depresión económica. Los autores critican específicamente la creencia que el agosto destinado a defensa sea un medio eficiente para promover el crecimiento y bienestar económico. Por ende, la crítica va también dirigida a las políticas keynesianas que ponen el énfasis en el estímulo de la demanda agregada, pero para los autores no resulta de todo claro el vínculo entre la demanda agregada y los niveles de empleo. Frente a esto repiten que el inicio y persistencia de la Gran Depresión fueron una consecuencia de las políticas impositivas que hemos examinado anteriormente.
Lo que hay que entender, señalan los economistas, es que las personas ahorran e invierten debido a que quieren obtener un cierto nivel de renta tras pagar impuestos. Es por ello que los impuestos importan, tiene consecuencias y generan una serie de incentivos entre las personas como el efecto sustitución en virtud del cual un aumento d ellos tributos afecta el equilibrio entre trabajo y ocio. Dicho más claro, un aumento de los tipos impositivos tenderá a reducir el esfuerzo laboral. En palabra de los economistas: “Si el trabajo resulta menos atractivo después de impuestos, , la gente estará menos dispuesta a trabajar”.
Como señalé los autores defienden la “supply-side economics” o la “economía del oferta”. Este enfoque defiende la idea de que es el aumento de la oferta de bienes y servicios lo que mueve la economía, de manera que es la oferta el motor del crecimiento económico. En virtud de lo anterior, esta teoría se muestra partidaria de los recortes de impuestos con el objetivo de fomentar la creación de empleo y la actividad empresarial. Así, la economía de la oferta, “enfatiza los efectos derivados de los incentivos implícitos en los tipos impositivos marginales que pagan empresas y familias”. De acuerdo con este enfoque el crecimiento del PIB durante la Segunda Guerra Mundial provenía del aumento del gasto en defensa pero, añaden los autores, “vino de la mano de una gran disminución en el nivel de vida del pueblo estadounidense”.
En virtud de esto los autores defienden la idea de que no cualquier aumento del gasto público conduce a un aumento del PIB y del empleo. Es por ello que señalan que la gente “no consume PIB” en el sentido de que lo que consume es aquellos queda después de ajustar el PIB eliminando el componente de la producción en defensa. Dicho en simple, el gasto en defensa no se devuelve a las personas en la forma de bienes y servicios puesto que ese dinero se utiliza para producir bienes de los cuales una gran parte se pierde en la guerra.
Por otro lado, en períodos de guerra comienzan a escasea la cantidad y variedad de bienes de consumo. En palabra de los autores:
“La economía de la oferta establece una distinción entre el gasto en defensa y otras formas de gasto público. El primero se produce bajo la dirección del gobierno, que adquiere estos bienes y los destruye en una guerra sin beneficio directo alguno para la población. En cambio, el segundo lo produce el sector privado para su adquisición por parte del sector público o, en algunos casos, lo produce directamente el sector público, de modo que la producción redunda de vuelta en el sector privado, con un aumento (mayor o menor) de su nivel de vida”.
Es por ello que los autores compara el PIB real total con el PIB real excluyendo el gasto en defensa. Otro hecho importante es que el financiamiento de la guerra por medio de la emisión de deuda, el gobierno gravó a los futuros trabajadores potenciales para pagar y alivianar la deuda asumida por los trabajadores actuales durante la guerra (lo autores no recuerdan que la deuda alemana asumida tras finalizar la primera Guerra mundial terminó de pagarse en el año 2010). A parte de la deuda, el gobierno financió sus gastos bélicos por medio del aumento de la base monetaria (emisión monetaria), impuestos y reducción de otros gastos estatales.
Otro tema abordado por los autores es el período post Segunda Guerra Mundial y el temor por parte de las autoridades que el país cayera en otra crisis debido a la disminución del gasto en defensa. Incluso algunos como el Vicepresidente Henry A. Wallace abogaba por la planificación apelando a que la Gran Depresión de la década de 1930 se había producido justamente por la falta de planificación. El punto central es que una disminución drástica los gastos en defensa la economía podía verse gravemente afectada. Los autores no concuerdan con estos miedos y citan las palabras del economista y Premio Nóbel, Lawrence R Klein (1920-2013) quien escribió en un artículo que el gran problema del país no era el paro sino que las presiones inflacionarias, por lo que recomendaban acciones que iban a contracorriente con lo que señalaban Wallace o el futuro presidente Harry Truman.
Pero es claro que mantener una economía de guerra en tiempo de paz es absurdo, de manera que el sector privado debía retomar el protagonismo en la producción de bienes y servicios valiosos y necesarios para la ciudadanía. Finalmente con el final de la guerra y la reducción del gasto en defensa, no se generó ninguna recesión ni depresión económica generalizada. Todo lo contrario, la economía entró en una nueva etapa de crecimiento entre 1945 y 1949. Señalan los autores que a partir del verano de 1945, y producto del gasto en defensa, disminuyó el PIB real pero aumentó el PIB real de consumo privado. Junto con esto aumentó el tiempo de ocio, se redujeron las horas de trabajo, aumentaron los salarios y el consumo. Como afirman los autores: “(…) menos PIB real, pero más PIB consumible y más ocio. La gente consumía más y trabajaba menos”.
En relación con esto último tenemos que el PIB real no relacionado con defensa aumentó en un 26% entre 1945 y 1946, y subió otro 18% entre 1946 y 1950. En lo que respecta a la política económica se centró en disminuir el peso e injerencia del Estado en la economía. La Ley de ingresos de 1945 redujo los tramos aplicados a en el impuesto sobre la renta (que entraron en vigor a partir del año 1946). El tramo superior paso del 94% al 86,45%. También se derogó el recargo por “ganancias excesivas” así como también la disminución del tipo general del impuesto de sociedades del 40% al 38%. La medida respecto a las “ganancias excesivas” fue positivo ya que, de acuerdo con los autores, había afectado negativamente la innovación e incentivaba a las empresas a no obtener ganancias sobre cierto umbral, puesto que estas serían confiscadas por el Estado. En resumen, los autores presentan el siguiente panorama:
“La prosperidad de posguerra echó a andar, en última instancia, gracias a la primera rebaja de impuestos en una generación, el abandono de los programas públicos de creación de empleo y la reducción del gasto público. Todo esto sucedió tras la victoria en la Segunda Guerra Mundial, en verano de 1945, y se prolongó por un lustro”.
Tras ese lustro comenzaría una nueva etapa de mediocridad económica: la década de 1950. Para los autores, si bien hubo avances económicos en esta década, las estadísticas macroeconómicas revelan resultados mediocres. Hubo 4 recesiones entre 1949 y 1960, el desempleo fue alto (entre 5% y 7% posterior a la guerra de Corea) y el crecimiento fue lento (promedió 2,5% anual). Una de las razones de esto fue el aumento de los tramos superiores del IRPF que llegó al 91 y posteriormente el 92%. También subió el tipo de referencia del impuesto de sociedades el cual pasó a retener más de la mitad de las ganancias corporativas, situándose en un 52%. Junto con lo anterior regresó el impuesto a las ganancias excesivas por medio de la Ley del Impuesto a los Beneficios Excesivos de 1950. En palabra de los autores:
“En esencia, era un impuesto que calculaba los beneficios adicionales una vez descontados los dividendos que pagaban la corporación y las rentas de capital que podían obtener las compañías. Establecida esa referencia, el gravamen era del 30%”.
En suma, como resultado de este impuesto y el de sociedades, la presión fiscal sobre los beneficios de las empresas se elevó hasta el 62%. La guerra de Corea (1950-1953) en la que intervino Estados Unidos también fue un hecho que repercutió en la economía y en el nivel de vida de las personas. Los autores citan las palabras del futuro Secretario de Estado, John Foster Dulles (1888-1959) quien ya anticipaba en el New York Times las potenciales consecuencias del estallido de esta guerra: trabajar más horas, con mayor intensidad y renunciar a algunos placeres materiales, por lo que se requeriría de frugalidad.
Finalmente la guerra estallaría y el Presidente Dwight D. Eisenhower (1890-1969) no se mostraría favorable a una reducción de los impuestos, incluso tras concluida la guerra, como fu el caso del IRPF (91%) y el impuesto de sociedades (52%). También fue negativa la política de impuesto a los dividendos los cuales fueron tratados como ingresos ordinarios y, por ende, como parte de la base imponible de la tributación de las empresas. Esto significó que quedaran gravados por partida doble ya que, si una empresa quería pagar dividendos, en primer lugar debía pagar el impuesto de sociedades (llegaba al 52%).
Por otro lado, si la persona de ingresos altos obtenía el dividendo, este quedaba integrado a la base imponible del IRPF. En palabra de los economistas: “Así 1 dólar de beneficios corporativos que se destinaba a retribuir con dividendos a los accionistas se quedaba primero en 48 centavos, después de pagar el impuesto de sociedades, y caída después a 4,32 centavos, al incorporar el pago por IRPF”.
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