c) Thomas Keating y la espiritualidad cristiana
En el lo que sigue de este escrito me referiré al tema de la espiritualidad desde la perspectiva de la tradición cristiana - católica y me basaré principalmente en los escritos del nonagenario monje católico perteneciente a La Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia (también conocida como Trapenses) me refiero al padre Thomas Keating (1923). Keating es uno de los principales maestros de oración contemplativa (Centering Prayer) dentro del mundo cristiano. Cursó sus estudios en Yale y Fordham, para luego ingresar a la vida monacal. Actualmente reside en el monasterio benedictino en Snowmass, Colorado. La comunidad monástica Cisterciense (a la que pertenece Keating) nació en Francia a comienzos del siglo XI, específicamente en 1098, cuando un grupo de monjes del monasterio Cluniacense de Molesmes, bajo la dirección de Roberto de Molesmes, formaron una nueva comunidad en la localidad de Citeaux (Cister). Sucedió que Roberto tuvo que regresar a su antigua comunidad y sería su cercano hermano monje, Alberico quien se transformó en Abad de la comunidad y quien recibiría del papa Pascual II la aprobación. Ahora bien, fue bajo la poderosa personalidad de San Bernardo de Claraval (Clairvaux) que la orden cisterience comenzaría un fuerte desarrollo y expansión en Europa
Continuemos ahora explicando el concepto de espiritualidad, siguiendo a Thomas Keating O.C.S.O (Orden Cisterience de la Estricta Observancia) y otros autores dentro de la tradición cristiana - católica. El camino espiritual, explica Keating,
“es el entrenamiento para consentir a la presencia de Dios y a todo lo que nos rodea. Básicamente podríamos decir que ésa es la definición de humildad, en todo el sentido de la palabra”.
La espiritualidad para Keating apunta, en última instancia, a alcanzar lo más profundamente el amor de Cristo dentro de nosotros para luego manifestarlo en su plenitud al mundo. Esto es lo que Keating define como el “alma del camino espiritual”, de manera que, si bien la praxis espiritual implica un fuerte e intenso trabajo personal (que iremos explorando), esta transformación interior debe ponerse a prueba en el mundo real, esto es, en nuestro quehacer cotidiano, puesto que ¿qué sentido (y mérito) tiene recorrer el camino espiritual si este sirve a un fin egoísta que es sentirnos satisfechos con nuestros propios logros en este ámbito?
El egoísmo y la soberbia pueden adoptar muchas máscaras y una muy sutil (difícil de detectar) y es cuando se entremezcla con la espiritualidad. La pregunta clave es ¿cuál es tu motivación? ¿Hedonismo y placer espiritual? ¿Quieres ser admirado y reconocido ? ¿Sentirte bien contigo mismo? ¿Sentirte contigo mismo y también con los demás? ¿Te unes a una comunidad espiritual por tu inseguridad de sentirte solo? Otro aspecto de la praxis espiritual es una que ya mencioné y es que esta no consiste en un camino de ascenso, sino que por el contrario, uno de descenso puesto que implica un camino hacia nuestro interior, a reconocer nuestros condicionamientos y nuestras sombras, pero para ello también es necesario tomar en consideración en el mundo en que nos desenvolvemos, ya que no podemos comprendernos a nosotros mismos dentro de una suerte de vació cultural. Uno conoce sus flaquezas, sus vicios y defectos por medio de la interacción que uno tiene con las demás personas. Las personas, especialmente aquellas que nos producen enojo, actúan como espejos en los cuales quedan reflejadas nuestras flaquezas, pero preferimos culpar al espejo y no a nosotros mismos de no saber reaccionar con mayor sabiduría. Al respecto explica Keating:
“Para que seamos felices, los únicos que tenemos que cambiar somos nosotros mismos. Si algo nos altera, el problema es nuestro, y continuaremos experimentando tormentas de orden emotivo hasta que cambiemos la raíz de dicho problema, es decir, el programa emocional de felicidad en nuestro subconsciente. Y el esfuerzo que hacemos para cambiarlo es lo que llamamos virtud”.
En la Regla de San Benito, capítulo 7 (Humildad) puede leerse:
“Por tanto, hermanos, si queremos llegar a la cumbre de la humildad y llegar pronto a aquella exaltación celestial a la que se asciende por la humildad de la vida presente mediante los peldaños de nuestras obras, tendremos que levantar aquella escala que Jacob vio en sueños y en la que se veían ángeles bajando y subiendo. Sin duda alguna, en el bajar y subir no entendemos otra cosa sino que por la exaltación se baja y por la humildad se sube. Pues esa escala levantada es nuestra vida temporal que Dios eleva hasta el cielo por nuestra humildad de corazón. Los largueros de esa escala son nuestro cuerpo y nuestra alma. La vocación divina ha dispuesto en ellos diversos peldaños de humildad o de observancia que se deben subir”.
Anselm Grün nos recuerda una serie de frases que apuntan a lo mismo. Teodora de Rossano, Abadesa del monasterio de Santa Anastasia (Calabria) señalaba: “Ni la ascesis, ni las vigilias, ni ningún trabajo laborioso otorga la salvación, sino tan solo la verdadera humildad (…) ¡La humildad es la vencedora de los demonios!”. Por su parte la anacoreta cristiana Sinclética de Alejandría afirmaba: “Así como es imposible construir un barco sin clavos, tampoco puede ser uno bienaventurado sin la humildad”.
Keating cuenta su propia historia de cuando ingresó cuando era joven al monasterio. Ingresó puesto que estaba convencido de que quería pasar su vida buscando la unión con Cristo. Explica que en aquellos tiempo el régimen de austeridad dentro del monasterio era extremo, pero esto era algo que no le molestaba en absoluto al joven Keating, puesto que era justamente lo que buscaba, esto es, someterse a la más estricta de las órdenes y renunciar a todo lo que fuese necesario renunciar para encontrar a Cristo (familia, amigos y comodidades. En suma, para Keating el progreso espiritual y la mortificación iban de la mano. En palabras de Keating:
“Le metí el diente y me tragué no solo la carnada, sino también el anzuelo y la cuerda de todo aquel reglamento y logré sobrevivir porque le suplicaba de rodillas a Dios que me ayudara. Solía ir a la iglesia en todos mis momentos libres (…) Según el reglamento, cuando un monje oraba a solas en la iglesia, debía hacerlo arrodillado o de pie. Orar sentado estaba prohibido. Aunque se me estaban formando callos en las rodillas de pasar tanto tiempo arrodillado, tenía la esperanza de que mi perseverancia en ampliar los períodos de oración me ayudaría a realizar mi ideal de llegar algún día a ser un contemplativo”.
Cuenta Keating que, aproximadamente un año después, otro persona ingresó a la comunidad, pero que había tenido la sensatez de obtener una dispensa del Abad que le permitía apartarse de las reglas y, por ejemplo, sentarse durante las visitas a la Iglesia. El joven Keating comenzó a percatarse de la buena disposición de su hermano monje y de su sonrisa cotidiana. Keating explica que su hermano monje había despertado en él la peor forma de envidia: la de carácter espiritual. En palabras del monje:
“Sentado allí día tras día con aquella envidia tan espantosa, oraba para que desapareciera pero, por el contrario, las cosas empeoraron. De vez en cuando, y sobre todo cuando había tenido un mal día por otro tipo de dificultades, mis celos se reflejaban hasta en mal sabor de boca. Realmente podía sentir el sabor de la envidia en mi boca mientras pensaba: ¡Esto es como clavarle el diente a un pedazo de estiércol! ¡Y el estiércol soy yo!”.
Así regresamos al tema de nuestras relaciones con las personas que nos rodean. Como podemos ver los celos y la competitividad no se dan solamente en “ambientes seculares”, es decir, en nuestro espacio de trabajo, sino que también dentro de los monasterios, puesto que quienes están ahí son también seres humanos con deseos y metas que desean alcanzar. Sobre el hermano monje que causaba envidia a Keating, explica que él (su hermano monje) no había hecho nada sino que Dios lo usó como espejo para que él (Keating) viese reflejado sus propios problemas. Añade que Dios, con acierto increíble, sabe poner el dedo en la llaga que necesita ser curada en aquel preciso momento de nuestro crecimiento espiritual.
Los condicionamiento a los que estamos sometidos pueden ser modificados, pero para ellos hay que saber tomar conciencia de estos y reconocerlos. La actitud de una persona puede causarnos enojo, pero está en nosotros en si decidimos quedar atrapados en ese enojo y culpar a esa otra persona de “nuestro” enojo o simplemente aceptar el enojo pero gradualmente dejarlo ir, soltarlo. Esto se asemeja a aquel capítulo de los Simpsons en donde el brazo de Homero queda atrapado en una máquina dispensadora. Cuando ya estaban a punto de cortarle el brazo, a una persona se le ocurre preguntarle a Homero si acaso estaba manteniendo la lata de bebida apretada con su mano…Así Homero se liberó y salvó su brazo. En palabras de Keating:
“Podemos aprender a identificar nuestros programas emotivos de felicidad por las emociones aflictivas que generan. Básicamente podríamos enumerar estas emociones como ira, dolor, temor, orgullo, codicia, envidia, lujuria y apatía. Estas emociones acompañan a la persona donde quiera que vaya. Por ejemplo, una persona que emprendió el camino espiritual puede fácilmente caer en la soberbia, el creerse mejor y más elevado que el resto de la humanidad. Puede caer también en la lujuria que, como señala Keating, se traduce en el deseo desorbitado de encontrar satisfacción y el objeto de este deseo desorbitado puede ser dinero, bienes materiales y también experiencias espirituales. En realidad estas son emociones por las que cruzan la mayor parte de quienes han emprendido el camino espiritual y que han sido sometido a una serie de tentaciones tal como las sufrió Jesús en el desierto o Siddharta en manos de Mara. Si nuestras emociones se originaron en las necesidades instintivas de supervivencia, seguridad, afecto, estima, poder o control, los eventos que las frustren inevitablemente generarán alguna emoción aflictiva”
Es darse cuenta, el poder percatarse de cómo operamos internamente, de cómo reaccionamos ante la adversidad lo que demuestra nuestro crecimiento espiritual, lo que convierte en una persona en aquello que denominamos como “sabia”, lo cual no es sinónimo de ser culto o inteligente. Incluso pueden haber personas muy versadas en temas espirituales, pero no por ello son sabios, al igual que el profesor de ética no es necesariamente el que lleva una vida más ética. Es un proceso complejo pues, como apunta Keating, las personas pueden crecer intelectual, física y hasta espiritualmente, mientras que emocionalmente sus vidas siguen estancadas a nivel infantil. Una persona podrá engañar por algún tiempo a las demás personas mostrando una falsa máscara espiritual, después de todo, actuar, hablar e incluso vestirse de maestro espiritual puede ser relativamente fácil, basta ver la cantidad de sectas que han terminado en suicidios colectivos u organizaciones religiosas dirigidas por personas que resultaros, a la larga, ser seres orgullosos, soberbios y ávidos de ejercer poder y control sobre su comunidad, y generar un lazo de dependencia enfermizo (cuando en realidad lo que un verdadero maestro debe promover es lo contrario). Ante esto, Keating señala que las personas no deben encerrarse en un monasterio o mortificarse día a día para ser mejores personas. Aquí entra el concepto de “arrepentimiento” que Keating lo interpreta como un “cambiar de rumbo” en nuestra búsqueda de la felicidad
Otra lección de la experiencia de Keating en el monasterio es lo perjudicial que puede ser el que las personas fabriquen una imagen perfeccionada de sí mismos (un ideal) e intentan por todos los medios vivir ante tal imagen, lo cual se puede traducir en una serie de frustraciones por no estar a la altura del ideal. Caen en el error de creer que el camino espiritual es un camino ascendente. Keating explica que la espiritualidad es una lucha interior por desarmar el “falso Yo”, “el dilema entre lo que deseamos hacer y sentimos que debemos hacer, y nuestra increíble incapacidad para hacerlo”, tal como lo planteó San Pablo miles de años atrás cuando señalaba que ni siquiera sabía lo que le pasaba, porque no hacía el bien que quisiera, sino, por el contrario, el mal que detestaba. El falso yo , explica Keating, es “el producto de nuestros programas emocionales de felicidad y de las motivaciones que crearon las cuales se volvieron más intrincadas cuando nos integramos en una sociedad que contribuyó a reforzarlas por el sólo hecho de que queríamos identificarnos con ella”.
Si usted es envidioso, rencoroso y competitivo, no importa si es empresario, sacerdote o monje, tales rasgos lo acompañarán y se adaptarán al ambiente en el que se desenvuelva. El falso yo resulta ser, por lo demás, muy dependiente de lo que “opinan los demás”. Keating denomina bajo el nombre de “conciencia de asociaición mítica” como la identificación incondicional con el grupo (la nación, alguna ideología e incluso a alguna comunidad religiosa). Como nos recuerda Keating las palabra de Jesús “Si alguno quiere venir a mí tiene que dejar a un lado a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, y aúna su propia persona, o no puede ser mi discípulo”, se dirige a aquellas personas que se encuentran en el nivel de asociación mítica. Continúa explicando Keating:
“Podemos estar segurísimos que no quiso decir que dejáramos de cuidar a nuestros padres (…) Lo que el texto nos recalca es que no nos dejemos atrapar por un conformismo que nos impida practicar las enseñanzas del Evangelio. Al hacernos mayores cambia nuestra forma de relacionarnos con Dios, con los demás y con nosotros mismos. Comenzamos la vida dependiendo de nuestros padres luego nos igualamos con ellos. La primera relación muere para dar lugar a la segunda. Seguimos queriéndolos, pero si ellos nos piden que hagamos algo que no coincide con nuestra escala de valores, tenemos que ser capaces de decir, “Yo os quiero mucho, pero no os puedo complacer en este asunto”.
Así, el camino espiritual requerirá de la persona aprender a decir NO, esto es, decir no a la familia, al grupo o a tus amigos. Como señala Keating, puede que una persona que ha emprendido este camino pierda unos cuantos amigos que se sentirán intimidados por el radical cambio de vida, de manera que el camino espiritual puede ser muy solitario en un principio. En suma, Keating afirma lo siguiente: “Es una virtud ser leal a la familia, la patria y la religión, y estar agradecido por todas las cosas que hemos recibido de ellas, pero la lealtad no puede ser un valor absoluto. Tiene que ser mirado bajo la luz de la conciencia mental egoica”. Este nivel más maduro de conciencia lleva consigo una responsabilidad por la comunidad en que vivimos, en la medida en que podamos influenciarla para mejorarla. Así, tenemos que la conciencia mental egoica da un pasó más allá de la conciencia de identificación mítica puesto que, como explica Keating, supone dejar de identificarnos con los valores que la sociedad nos inculca, ya sea por raza, patria o religión, cunado éstos se interponen con nuestra relación personal con Cristo.
Para Keating, Jesús crucificado constituye el símbolo de la condición humana en estado de conciencia mental egoica. Jesús, fiel a sus principios y afrontando el miedo y la angustia (tal como se retrata en el Huerto de los Olivos) fue capaz igualmente de enfrentar y conquistar la muerte. La muerte es lo que Keating denomina como el “tercer consentimiento”, siguiendo aquí al teólogo católico y académico de Teología en la Universidad de Notre Dame, John Dunne (1929-2013). De acuerdo a Dunne explicaba que las distintas etapas del camino espiritual corresponden a los diversos períodos de la vida humana y en cada uno de estos períodos Dios pide al ser humano el correspondiente consentimiento. El tercer consentimiento es aceptar el “No Ser”, es decir, la enfermedad, la vejez y la muerte.
Vemos, pues, que la espiritualidad es un camino de descenso y como señalé más arriba, el ser humano se ve enfrentado a un a serie de tentaciones durante el trayecto. Thomas Keating nos trae a la palestra a un personaje que constituye el “paradigma del camino espiritual”, que es San Antonio de Egipto nacido en el año 251 y cuya vida nos viene dada de la mano de Atanasio. San Antonio, si bien no fue un príncipe como Siddharta, gozó de una vida cómoda, hasta que quedó huérfano a los 18 años y su mundo entero se le derrumbó. Siguiendo el Evangelio de San Mateo (21-23), Antonio, para poder alcanzar la perfección se deshizo de todas sus riquezas dejando lo necesario para su hermana y se retiró al desierto para llevar una vida de asceta. Anselm Grün explica que el desierto no es solamente un campo de batalla, sino que es un lugar de mayor cercanía a Dios, tal como lo experimentó el pueblo de Israel que fue el lugar donde Dios estuvo más cerca. A su vez, el desierto fue para Israel un tiempo de prueba y un tiempo de glorificación de Dios
En su nueva vida, Antonio tuvo que luchar contra las tentaciones del demonio o, más bien, tuvo que luchar contra sí mismo. En primer lugar fue tentado con sus antiguas propiedades, su hacienda y sus tierras. En segundo lugar tuvo que enfrentar el recuerdo de cuando compartía con sus amigos y familia. En tercer lugar fue tentado con el dinero y la situación en la que se encontraba su hermana. Posteriormente comenzaron otras tentaciones aún más poderosas. Tenemos la tentación por el poder, el deseo de ejercer control sobre los demás ascetas y de ser famoso y reconocido. Las tentaciones de San Antonio, explica Keating, son de dos categorías. En primer lugar la positiva, que consiste en la atracción que sentía hacia las cosas que había disfrutado en su vida anterior. En segundo lugar esta la tentación negativa, que consiste en que rechace la nueva vida de asceta que había emprendido.
Lo que le sucedió a San Antonio es que aún operaban en él sus antiguos programas de felicidad (falso yo) y, como señala Keating, el camino espiritual “se caracteriza por el resurgimiento paulatino de nuestras viejas motivaciones, el lado oscuro de nuestra personalidad, y los traumas emocionales de la primera infancia”. No hay nada que ayude más a reducir el orgullo que la experiencia real del conocimiento propio”. Keating nos recuerda que esta etapa en donde descubrimos nuestras sombras y todo aquello que nos produce rechazo y vergüenza, es lo que el místico español San Juan de la Cruz denominó como “la noche de los sentidos”. La “noche” se refiere al oscurecimiento de la forma acostumbrada en que las personas se relacionan con Dios y que se caracteriza por algunos “síntomas”. El primero, señala Keating, es la presencia de una aridez generalizada tanto en la oración como en la vida cotidiana, una disminución de la satisfacción que produce la relación con Dios. Por otro lado tampoco produce placer las cuestiones mundanas. Continúa explicando Keating:
“Esta experiencia, que es positiva, no es un descontento con algo concreto que se relacione con placer, poder o seguridad. Nace del reconocimiento de que nada en la creación nos puede producir una satisfacción ilimitada. Iluminados por esta intuición, sabemos que todos los placeres que buscábamos cuando nos motivaban nuestros programas emocionales no nos van a hacer felices. Esto nos hace caer en un estado de gran pesadumbre, a la raíz de los cual le empezamos a dar un valor relativo a todo lo que estábamos seguros que podía llevarnos a la felicidad”.
El segundo síntoma experimentado por San Juan de la Cruz es una manifestación de miedo de que se está retrocediendo en el camino y que por nuestras faltas, estamos ofendiendo a Dios. El tercer síntoma es el no poder o no sentir inclinación alguna a practicar la meditación reflexiva. San Juan de la Cruz también experimentó una serie de tentaciones relacionadas con la lujuria, la blasfemia, la inseguridad. A la “noche de los sentidos” le sigue la etapa de purificación, la “noche del espíritu”, en donde el deseo de poder y poseer y el narcisismo espiritual se purifican, comenzando el proceso de unión divina y la liberación del falso yo. Keating explica que son cinco los frutos de la “noche del espíritu”.
En primer lugar la liberación de lo que podemos denominar como el “ego espiritualizado”, “complejo de mesías o salvador”, es decir, el creer que, dado mis atributos espirituales, soy especial y, paso seguido, caer en la tentación de desear reconocimiento y dominar a los demás. En segundo fruto es el dominio (no represión) de las emociones, aceptándolas e integrándolas en la parte racional de nuestro ser. El tercer fruto es la purificación de la idea que se tiene de Dios, aquel Dios de la infancia o del grupo social al cual la persona pertenecía. En palabras de Keating:
“En la noche del espíritu Dios se revela en una forma inmensamente superior, como infinito, inefable e incomprensible, como se le manifestó a Moisés en el Monte Sinaí y a Elías en el Monte Horeb. Nadie puede describir con palabras la experiencia de fe pura, lo único que sabemos es que sentimos un a inmensa energía interior, a la cual es imposible darle un nombre. Esta enorme energía, puede ser experimentada por algunos como algo impersonal, aunque ciertamente cos llega en forma personal”.
El cuarto fruto es la purificación de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), esto es, se experimentan en una nueva dimensión, liberada de factores eternos. La caridad se practica no para recibir algo a cambio o para satisfacer mi ego. Como señala Keating, se está dispuesto a aceptar a Dios en la forma en que él disponga todo (recordemos a Job). El quinto fruto es el anhelo de deshacernos de los restos de egoísmo que persisten: “El YO del amor propio se reduce a un yo diminuto, y se vislumbra el YO SOY del libro del Éxodo en el lugar que le corresponde. Vemos entonces que el plan divino es convertir la naturaleza humana en divina, no por medio de un papel especial o poderes especiales, sino capacitándola para que viva una vida ordinaria con un amor ordinario”. De la “noche del espíritu” se llega a la “experiencia transformadora” que consiste en “continuar nuestra vida cotidiana con la convicción invencible de que estamos continuamente unidos a Dios. Es un modo nuevo de vivir la vida, en el cual trascendemos todo, sin dejar nada atrás. No hay que pensar que el ser humano se convierte en una suerte de autómata carente de emociones. Todo lo contrario, Keating señala que las emociones continúan siendo igual de fuertes o incluso más, pero ya no tienen repercusiones en nosotros en la forma de cambios de ánimo. En suma, no existe una identificación entre el yo y las emociones que emergen
Finalicemos con la siguiente definición (si es que puede existir una) de la espiritualidad de acuerdo a Thomas Keating:
“vida de fe en sumisión interior a la voluntad de Dios, que se apodera de la conducta y de las motivaciones de la persona; una vida de oración y acción inspirada por el Espíritu Santo; una disposición que no se limita a practicar devociones o servicio a los demás, sino que más bien es la fuerza que integra, unifica y dirige todas las actividades de la persona”