¿Alguien dijo “Intelectuales”? (por Jan Doxrud)
Lo asombroso no es que el intelectual comparta el espíritu de la época. Es que sea presa de él, en lugar de tratar de añadirle su toque. Los [intelectuales] del siglo XX se someten a las estrategias de los partidos, de preferencia de los partidos extremos, hostiles a la democracia. No desempeñan más que un papel, accesorio y provisional, de comparsas, manipulados como cualquier otro, y sacrificados cuando es necesario a la voluntad del partido”.
(François Furet. El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX)
Robert Nozick (1938-2002), por su parte, en un ensayo sobre la oposición de los intelectuales al capitalismo, marginaba de la intelectualidad a las personas inteligentes con cierto nivel de educación, para incluir solamente a aquellas personas que, por vocación, “tratan con las ideas, según se expresan en palabras, moldeando el flujo de palabras que otros reciben”. De ahí que Nozick denominara a los intelectuales como “forjadores de palabras” e incluía a poetas, novelistas, periodistas de diarios y revistas y numerosos profesores. Nozick también marginaba a aquellos que primordialmente crean y transmiten información formulada cuantitativa o matemáticamente, que son “forjadores de números” y a quienes trabajan con medios visuales, como pintores o escultores.
Otro autor que atribuyó un rol medular a la figura del intelectual fue Antonio Gramsci (1891-1937). Para Gramsci, todos los seres humanos eran intelectuales, pero precisaba que no todos los hombres tenían en la sociedad la función de intelectuales. Añadía que no existía actividad humana que se pudiese excluir la intervención intelectual, esto es, no se podía separar el homo faber del homo sapiens. Con esto, Gramsci quería dar a entender que cada ser humano, considerado fuera de su profesión, desplegaba cierta actividad intelectual, “es decir, es un filósofo, un artista, un hombre de buen gusto, participa en una concepción del mundo, tiene una consciente línea de conducta moral, y por eso contribuye a sostener o modificar una concepción del mundo, es decir, a suscitar nuevos modos de pensar”. Por otro lado, estaba lo que Gramsci denominaba como el tipo tradicional y vulgarizado del intelectual: el literato, el filósofo y el artista. El llamado del autor era –dentro del contexto del mundo moderno la educación técnica, ligada estrechamente al trabajo industrial – a formar la base del nuevo tipo de intelectual, que trascendiera a ese intelectual tradicional y vulgarizado.
Por su parte, el crítico y teórico literario, Edward Said (1935-2003),concebía al intelectual como un crítico insobornable, una figura exclusivamente crítica y que se negaba a aceptar fórmulas fáciles, estereotipos y a adherirse convenientemente al dictamen del poderosos. El intelectual no es una persona que debe preocuparse por agradar a las masas ni acomodar su discurso a estas. El intelectual no es “políticamente correcto” y, como señala Said, el intelectual es una persona que provoca y que puede llegar a ser desagradable. De acuerdo al autor no existía algo así como un “intelectual privado” puesto que, desde el momento en que se escribe, se plasman palabras y se publican, se entra inevitablemente en la esfera pública. En virtud de lo anterior, entonces tampoco tendría sentido hablar de “intelectual público” puesto que, por definición, el intelectual es público. A esto Said añadía la responsabilidad que tenía el intelectual de luchar en favor de los oprimidos, representar a aquellas personas desvalidas que quedaban en el olvido o se mantenían en secreto.
En palabras del autor:
“There is no question in my mind that the intellectual belongs on the same side with the weak and unrepresented (…) At bottom, the intellectual in my sense of the word is neither a pacifier nor a consensus-builder, but someone whose whole being is staked on a critical sense, a sense of being unwilling to accept easy formulas, or ready-made cliches, or the smooth, ever-so accommodating confirmations of what the powerful or conventional have to say, and what they do. Not just passively unwilling, but actively willing to say so in public”.
Algo similar señalaba con años de antelación el filósofo español, Julián Marías (1914 -2005), para quien el intelectual conformista y domesticado no era efectivamente un intelectual. Añadía el filósofo que otra condición necesaria del intelectual era hablar con la verdad, una verdad justificada. En palabras de Marías:
“En estos tiempos en que dominan la sinrazón y el irracionalismo, el intelectual tiene que cargarse de razón. Por tanto, tiene que ajustarse a las exigencias teóricas de los temas de que se ocupa; y esto lo obliga, por su- puesto, a ser actual y no arcaico, y a evitar todo provincianismo, es decir, tiene que hacer su labor intelectual en el mundo, no en esa provincia particular que es su país, y que sólo adquiere su justificación cuando se articula con las demás”
Ahora bien, como advertía Gustavo Bueno (1924-2016), si bien la crítica constituye un rasgo del intelectual, esta por sí sola no constituye al intelectual. Bueno señalaba que afirmar que el intelectual debe ser crítico es como decir que el círculo debe ser redondo. Después de todo, el inquisidor era el mejor crítico concebible de los herejes, puesto que juzgaba con la mayor finura intelectual al sospechoso de desviaciones dogmáticas, señala Bueno. El filósofo español, con razón, tenía una visión negativa de los intelectuales en España a los cuales rotulaba de analfabetos e indoctos. En la misma línea, Jesús G. Maestro, discípulo de Bueno señala que los intelectuales son los principales agentes transmisores y transformadores de ideologías. Con esto, Maestro quiere dar a entender que los intelectuales constituyen los “motores, los transductores, los productores y los traficantes de las ideologías”. A esto añade el mismo autor: “Esto equivale a afirmar que los intelectuales son los principales deformadores y pervertidores del conocimiento científico y de la filosofía”. Resalta también su ignorancia en materias científicas y su esterilidad, el no producir nada nuevo siendo así las obras de los intelectuales parasitarias. Por útlimo señala Maestro:
“En este sentido, los intelectuales han traicionado en numerosas ocasiones a la razón. No en vano en 1927 Julien Benda los calificó abiertamente de traidores en el título de su libro hoy célebre. Actualmente los intelectuales son la ruina de un mito, el cual resulta cada vez más ridículo. Ni la Ciencia ni la Filosofía necesitan a los intelectuales. Son estériles. Los intelectuales solo pueden circular libremente por terrenos acríticos, no limitados por los saberes conceptuales o científicos ni por los conocimientos dialécticos y críticos de una Filosofía. Su teatro, es decir, su escenario, es el de las ideologías”.
Uno de los episodios más lamentables en la historia de los intelectuales es su adherencia ciega y acrítica a ideologías totalitarias como fue caso de Heidegger con el nazismo y Sartre con el comunismo. De las más vergonzosas fue la adherencia a aquella ideología totalitaria que más perduró en el tiempo: el marxismo leninismo. Paul Hollander, en su libro, “The end of Commitment: Intellectuals, Revolutionaries, and Political Morality in the Twentieth Centuries”, analiza el poderoso influjo y seducción que ejerció el marxismo-leninismo en algunos intelectuales de la época (y hasta nuestros días). La pregunta medular resulta ser cómo fue posible que personas preparadas y educadas pudiesen abrazar doctrinas no solamente equivocadas, que resultaron ser incompatibles con la realidad económica y social, sino que incluso fueron criminales (el grillete intelectual estalinista del que hablaba Revel).
Con esto me refiero a que la represión y violencia sistemática, así como el aislamiento y control de la población eran condiciones necesarias para la supervivencia de esta clase de regímenes. Este entusiasmo inicial por el comunismo al que me refiero no es aquel generado por el golpe de Estado bolchevique en Rusia en 1917. Me refiero al apoyo que recibió el comunismo incluso después, cuando ya sea sabía de su esencia represiva y criminal sin excepción (por ejemplo, el caso de Sartre). Quizás es aquí donde cobra sentido las palabras de Saul Bellow (citado por Francois Furet): “Algunos tesoros de inteligencia pueden dedicarse al servicio de la ignorancia cuando es profunda la necesidad de una ilusión”.
Obviamente este no fue un fenómeno generalizado dentro de la intelectualidad como bien destacó el fallecido Tony Judt (1948-2010) en su obra sobre los intelectuales franceses y la responsabilidad pública. Judt destacó la figura de Leon Blum, quien rechazó la influencia del bolchevismo leninista dentro de las filas del socialismo democrático en Francia. Él no dudó de que el comunismo terminaría por traicionar y devorar a sus propios adherentes. En segundo lugar destacó la figura de Albert Camus, luchador de la resistencia contra los nazis y enemigo de ideologías totalitarias como el marxismo-leninismo. Por último destaca la figura de Raymond Aron quien, a diferencia de personajes como Sartre, rechazó la religión marxista-leninista que profundamente estudió
En nuestros días este entusiasmo persevera pero bajo otros ropajes, pero la idea siempre que subyace es la misma y es que estos intelectuales se ven seducidos por:el constructivismo social y económico top-down, estatismo exagerado, hipercontrol de la sociedad civil, politización extrema de la sociedad civil (un reduccionismo absurdo), hostilidad hacia la democracia liberal, así como al Estado de Derecho, sesgo anti-mercado (sustituirlo por la mano visible del Estado) y colectivismo extremo.
Para estos autoproclamados intelectuales la ideología es pura y prístina, de manera que nada negativo puede emerger de ella, lo que se traduce en que todos los horrores pasados, presentes y futuros serán siempre el resultado de la mala aplicación de la ideología a la realidad. Así, el comunista ha armado toda una estructura que convenientemente le servirá para ser inmune a cualquier critica y que se resume como sigue: no culpe a la ideología, diáfana y pura por naturaleza, culpe a los seres humanos. Ya me he referido a esta estrategia la cual es irresponsable y cobarde y que, por lo demás, puede ser utilizada por cualquier ideología para inmunizarse contra cualquier crítica: refugiarse en la utopía y critica la realidad en nombre de esa utopía perfecta.
Hollander señala que uno de los misterios de nuestro tiempo se encarna en la siguiente interrogante: ¿Por qué razón tantas personas idealistas y bien intencionadas, empeñadas en liberarse a sí mismas y a los demás, terminaron por apoyar movimientos y sistemas altamente intolerantes?
Como explica el abogado estadounidense, Richard Posner, estos intelectuales que “acríticamente” apoyan ideologías, como fue el caso del comunismo, presentan algunos rasgos a saber:
-Tendencia a asumir posiciones extremas (digamos, un maniqueísmo moral).
- Un gusto por las abstracciones y términos universales (lenguaje colectivista preferentemente).
-Falta de mundanidad (énfasis en la racionalidad teórica en desmedro de la práctica).
-El deseo de una pureza moral (apelando a Weber decimos que existe un predominio de la ética de la convicción por sobre la ética de la responsabilidad)
- Arrogancia intelectual.
- Empatía y sentido de justicia pero de carácter selectivo.
-Insensibilidad y falta de interés hacia el contexto.
-Impaciencia frente a la prudencia y la sobriedad.
-Falta de sentido de la realidad y autoconfianza excesiva.