1/17-¿Qué es la Democracia?: Introducción (por Jan Doxrud)

¿Qué es la Democracia? (1): Introducción (por Jan Doxrud)

La democracia parece ser en nuestros días una de aquellas palabras sacrosantas sobre la que no podemos más que señalar aspectos positivos. Estar contra la democracia sería estar a favor de la dictadura, de un régimen oligárquico y peor aún, significa ser alguien que desprecia y rechaza la participación popular en los asuntos que conciernen a la nación. Pareciera a su vez que la democracia representa la forma definitiva de gobierno, lo que se traduce en que nos resulta imposible pensar en un régimen de gobierno que no sea de carácter democrático, de manera que en este caso el régimen democrático representaría realmente el “fin de la historia” en materia de formas de gobierno. Hoy se cae en el error de reducir los actuales sistemas políticos a la democracia de manera ue cualquier problema que ocurre en materia política se interpreta como un ataque a la democracia. Pero como cualquier otro sistema, el político se encuentra constituido por una serie de elementos que interactúan entre sì y en donde la democracia es uno de estos pero que, dejado por sí solo, no garantiza el buen funcionamiento del sistema en su conjunto. 

Pero el hecho es que la democracia ha sido enaltecida como una suerte de credo religioso y como una panacea para todos los problemas existentes. El académico francés, Pierre Rosanvallon lo plantea de la siguiente manera:

La unción popular de los gobernantes es para nosotros la principal característica de un régimen democrático, La idea de que el pueblo es la única fuente legítima de poder se ha impuesto con la fuerza de la evidencia. Nadie pensaría en cuestionarla, ni siquiera en reflexionar sobre ella. «La soberanía no se puede compartir – resumía en el siglo XIX un gran republicano francés* –. Es preciso elegir entre el principio electivo y el principio hereditario. Es preciso que la autoridad se legitime mediante la voluntad de todos, libremente expresada, o mediante la supuesta voluntad de Dios. ¡El pueblo o el Papa ¡Elegid!». Responder ante semejante disyuntiva dispensaba de cualquier argumentación. Y en esa situación nos hemos mantenido[1].

Por su parte Friedrich Hayek advertía lo siguiente en la década de 1940:

No tenemos, empero, intención de hacer de la democracia un fetiche. Puede ser muy cierto que nuestra generación habla y piensa demasiado de democracia y demasiado poco de los valores a los que ésta sirve[2].

Resulta que esta forma de gobierno está lejos de ser una de tipo definitiva, ya que cualquier persona que conozca la historia de Occidente sabrá que una de las características de esta civilización es el cambio. Con esto quiero decir que el dinamismo ha sido uno de los principales rasgos de la historia política occidental. Si revisamos a vuelo de cóndor la historia política occidental, podemos apreciar distintas formas de gobierno: la democracia directa griega, la diarquía espartana, imperio macedónico, república romana, imperio romano, reinos germanos, imperio carolingio, imperio otónida, feudalismo, absolutismo monárquico, monarquías parlamentarias, regímenes totalitarios y, a partir del siglo XX, repúblicas democráticas. Si hiciéramos un poco de ficción y retrocediéramos en el tiempo hasta el imperio romano y dijéramos a uno de sus habitantes que en un momento dado de la historia tal imperio dejaría de existir, probablemente esa personas no nos creería. Algo similar sucede en la actualidad y es que existe una incapacidad de pensar en una forma de gobierno que no sea democrático, una incapacidad que impide pensar más allá de la democracia.

Con esto quiero dejar la puerta abierta ante la posibilidad de que la democracia sea una de las tantas formas de gobierno de Occidente y, como las demás formas de gobierno, en un momento determinado cesará de existir o sufrirá drásticas transformaciones dando origen a un sistema completamente nuevo. No sabemos que nos depara el futuro, no sabemos con certeza cuáles serán los cambios económicos, sociales, tecnológicos y sociales, y si la democracia podrá seguir los pasos de estos cambios vertiginosos y continuar sirviendo a las naciones como un sistema por medio del cual se eligen a quienes ejercen el poder. El hecho es que la democracia se encuentra cubierta de una serie de velos que, en mi opinión, tienden a idealizarla y a considerarla como la forma de gobierno natural que toda sociedad debería adoptar.

El sociólogo francés Alain Touraine se refiere al carácter novedoso de la democracia, así como a sus frágiles pilares que la sustentan:

La democracia es una idea nueva. Como en el Este y en el Sur se derrumbaron los regímenes autoritarios y Estados Unidos ganó la guerra fría contra la Unión Soviética que, después de haber perdido su imperio, terminó por desaparecer, creemos que la democracia ha vencido y que hoy en día se impone como la forma normal de organización política, como el aspecto político de una modernidad cuya forma económica es la economía de mercado y cuya expresión cultural es la secularización. Pero esta idea, por más tranquilizadora que pueda ser para los occidentales, es de una ligereza que debiera inquietarlos[3].

El filósofo materialista español, Gustavo Bueno, distingue dos concepciones de la democracia que dominan lo que él denomina como la «filosofía mundana» del presente[4]. Estas concepciones contribuyen a que el debate en torno a la democracia se vuelva complejo.

(1) “La democracia es la esencia misma de la sociedad política, la forma más característica de su constitución: la democracia es la misma autoconstitución de la sociedad política”.

(2) “La democracia es el gobierno del pueblo” (Bueno destaca el carácter metafísico de este concepto de “pueblo”)

Gustavo Bueno añade otras visiones ideológicas de la democracia vinculadas a los principios de la “Gran Revolución”:

(3) “La democracia es la realización misma de la libertad política”.

(4) “La democracia es la realización de la igualdad política”.

(5) “La democracia es la realización de la fraternidad (o de la solidaridad)”

Concebida de esta manera la democracia, pareciera entonces que no habría nada que discutir ya que, después de todo, ¿quién osaría oponerse a tan nobles ideales (1), (2), (3), (4) y (5)? Gustavo Bueno describe de la siguiente forma la “democracia metafísica”, dejando en evidencia la gran importancia y peso que ha adquirido la democracia en el mundo y, a su vez, lo difícil que resulta someterla a un debate y sobretodo, someterla a una crítica y más complejo aún, cuando se trata de cuestionar sus credenciales.

La democracia metafísica será entendida, ante todo, como la fuente de la ética, de la moral, de la sabiduría práctica, de la verdad humana, del sentido de la vida y del fin de la historia humana. Se hablará de la democracia como si desde ella pudieran ser comprendidos, controlados, superados, cualquier otro género de impulsos, ritmos, intereses, que actúan en las sociedades y en la historia humanas”.

Luego añade Bueno:

“Desde una metafísica semejante se comprende bien que muchas personas, al proclamarse «demócratas», parezcan sentirse «salvadas», «justificadas», «elegidas» – y no sólo en unas elecciones parlamentarias –. Ser demócrata significará para esas personas algo similar a lo que significa para los miembros de algunas sectas religiosas formar parte de su grupo, y, a su través, estar tocados de la gracia santificante (algo similar a lo que les ocurre a muchos de los que confiesan «ser de izquierdas de toda la vida», sobrentendiéndose salvados antes por su fe que por sus obras). Es cierto que ningún demócrata (ni aún el más metafísico) podrá considerarse sectario, aunque experimente sentimientos de exaltación plena similares a los del sectario, porque una democracia es todo lo contrario de una secta: es, por esencia, pública. Pero también hay religiones públicas (como el cristianismo) o movimientos políticos públicos (como el fascismo o el comunismo) cuyos miembros han podido llegar a creer mayoritariamente que estaban colaborando a traer al mundo al «hombre nuevo» (si es que no creían haberlo traído ya)”.

Para muchos la democracia, como alguna vez lo fue el marxismo, se ha transformado en un nuevo credo. Quizás es hasta cierto punto acertado el comentario del escritor Paul Auster cuando señaló en una entrevista: “Para los que no tenemos creencias religiosas, la democracia es nuestra religión[5].

Mientras unos alaban la democracia y otros critican la democracia, hubo un célebre autor que consideraba que la democracia, en el estricto sentido del término, nunca había existido. Este sujeto fue Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Pero Rousseau no se quedó ahí, ya que añadió que la democracia no existiría nunca, debido a que iba contra el orden natural de las cosas que el número mayor gobierne y el menor sea gobernado. Rousseau identificaba además otras dificultades, condiciones necesarias que no se podrían concretar en la realidad:

En primer lugar, un Estado muy pequeño, en que el pueblo se reúna fácilmente y en que cada ciudadano pueda del mismo modo conocer a todos los demás; en segundo lugar, una gran sencillez de costumbres, que evita multitud de cuestione y de discusiones espinosas; después, mucha igualdad en las clases y en las fortunas, sin lo cual la igualdad no podría subsistir mucho tiempo en los derechos y en la autoridad, y, en fin, poco lujo o ninguno, pues o el lujo es efecto de las riquezas o las hace necesarias; corrompe a la vez al rico y al pobre, al uno por la posesión, al otro por la codicia; vende la patria a la molicie, a la vanidad; resta ciudadanos al Estado, porque se esclavizan los unos a los otros, y todos a la opinión[6].

Finaliza el capítulo Rousseau con las siguientes palabras: “Si hubiese un pueblo de Dios se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no es propio de hombres[7].

           

            Uso del lenguaje: esencialismo y convencionalismo

Por su parte el destacado cientista político Giovanni Sartori, al abordar la temática en torno al significado de la democracia, se plantea el tema de la arbitrariedad de las definiciones. Sartori aborda el lenguaje como sistema interconectado, elaborado y estructurado, de manera que las palabras que utilizamos no son meras elecciones arbitrarias. Es decir, el concepto de democracia no es sólo una simple convención, una palabra que fue seleccionada en algún período de la historia de manera arbitraria, de manera que podríamos cambiar el contenido de este concepto de manera igualmente arbitraria. Como ya he señalado en otro de mis escritos, estaríamos en el paradigma “Humpty Dumptyano”, es decir, seríamos como el personaje de Lewis Carroll, Humpty Dumpty, quien decía que cuando empleaba una palabra, esta significaba exactamente lo que él quería que significase, ni más ni menos. Sartori no se empantana en la discusión en torno a las diferencias entre definiciones lexicográficas y definiciones convencionales o estipulativas.

Las primera, como explica Sartori, son aquellas en donde el que habla indica cuál es el uso común del término, esto es, lo que las personas quieren decir en general cuando emplean tal palabra. En las definiciones estipulativas, de acuerdo al mismo autor, “el que habla indica que se propone emplear la palabra en un sentido determinado y que ésa es su definición de la misma[8]. Luego añade, haciendo eco de las palabras de John Stuart Mill:Al hecho de «escoger consciente, deliberada y arbitrariamente un nombre para cierta cosa», lo denominamos estipulación[9]. Otras características de las definiciones lexicográficas, que la distinguen de las estipulativas, es que no son normativas e impersonales. Pero para Sartori esta diferenciación es trivial y critica la postura convencionalista, principalmente el falso dilema que plantea, y que consiste en escoger entre dos opciones: convencionalismo o esencialismo. Así, nos estaríamos remontando al antiguo diálogo platónico – que citamos en el caso del concepto de Derecho – entre Crátilo, quien defendía el naturalismo, es decir, la idea de que existe por naturaleza una rectitud de la denominación para cada uno de los entes, y que tal denominación no era una de carácter arbitrario.  Por otro lado estaba Hermógenes, quien era partidario del convencionalismo.

Como señalé, para Sartori este es un falso dilema y resulta algo obvio que las palabras son convenciones, concepto que deriva de “convenire” o acordar, pero ese dato no se traduce en que las palabras que utilizamos son un mero fruto de la arbitrariedad y de un proceso caótico e irreflexivo. Por el contrario señala el autor:

…las convenciones lingüísticas son el resultado de un largo proceso reflexivo y resuelto de elección entre los significados conocidos y aceptados de una palabra plus un elemento ocasional de innovación basada en argumentos, esto es, no arbitraria. De ahí que, en la medida en que el origen de las definiciones pueda buscarse en las estipulaciones, dichas estipulaciones no son arbitrarias. Si lo son, o cuando lo son, se descartan. La arbitrariedad está tan lejos de ser el rasgo típico del proceso definitorio que constituye, de hecho, el criterio que sirve para decidir si una definición es errónea o es inútil[10].

Parafraseando a Cicerón, Sartori señala que la historia es “magistral definitionis”, esto es, maestra de las definiciones, así como la gobernante de las definiciones. Esto significa, atendiendo las palabras de Mill, que la historia es el depósito del volumen de experiencia acumuladas en épocas pasadas. Para Sartori, la historia constituye el único laboratorio experimental a gran escala que la humanidad dispone. El autor ilustra de la siguiente manera su punto:

El interrogante ¿cómo podemos gobernarnos sin ser oprimidos? Fue formulado ya al inicio de la civilización occidental. Hoy, normalmente, contestamos que mediante la democracia (la democracia liberal). Pero al responder así, estamos recordando estructuras y pautas de comportamiento conformados a lo largo de milenios de prueba y error y, si no lo estamos haciendo, estamos preparando el terreno para el fracaso[11].

Giovanni Sartori, Premio Príncipe de Asturias (2005) y Profesor Emérito en la Universidad de Columbia (EEUU).

Giovanni Sartori, Premio Príncipe de Asturias (2005) y Profesor Emérito en la Universidad de Columbia (EEUU).

Desde este punto de vista empírico, la democracia es verdadera, es decir, una verdad fáctica, aunque no una verdad racional ya que desde un punto de vista lógico-formal podemos idear numerosas democracias, pero que nunca han existido desde el punto de vista empírico.

En fin, el punto de Sartori es que las palabras son portadoras de experiencias, y podemos añadir, especialmente en el caso del concepto de democracia, que las palabras son portadoras de un gran contenido emocional. El otro punto del autor italiano es que el hecho de que el significado de las palabras sea algo convencional, vale decir, que no obedece a una esencia última, no significa que podamos manipularlas o alterar su significado a nuestro antojo. Aclara que no pretende revivir una metafísica esencialista, sino que aclarar que las palabras son nuestras lentes mentales y que su proyección semántica representa una forma de concebir y percibir cosas, de manera que las palabras, en último término, moldean nuestro pensamiento. Añade el autor que el proceso de selección de los diversos vocablos que utilizamos en nuestra vida cotidiana no tiene nada en común con la arbitrariedad.

Sartori introduce el concepto de campo semántico, esto es, un grupo de palabras que están relacionadas por su significado, lo que se traduce en que las palabras no pueden ni deben ser consideradas como mónadas herméticas y aisladas unas de otras, sino que debemos tener presente su rasgo central: la interconexión. Es precisamente la noción de campo semántico la que nos muestra la no arbitrariedad de las palabras que empleamos, ya que la utilidad o inutilidad del proceso de selección anteriormente mencionado, dependerá de si pasa o no la prueba del campo semántico, cuya formulación, señala Sartori, puede ser la siguiente: “siempre que la definición dada a un término altere el campo semántico al que pertenece el término hay que demostrar que: a) no se arroja por la borda «campo semántico» alguno, y b) que no aumenta la ambigüedad general del campo (la confusión, la falta de límites, el desorden)[12].

http://slideplayer.es/slide/4277874/

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                                             Plan del escrito

Lo que me propongo en este y los próximos escritos, y teniendo en consideración las dificultades anteriormente señaladas es, en primer lugar, trazar una breve historia de este término que conocemos con el nombre de democracia, con el objetivo de destacar que es un concepto relativamente nuevo y que logró consolidarse tras un largo período de tiempo, lo que no estuvo exento de procesos extremadamente violentos como la revolución de la colonias de Norteamérica y la Revolución Francesa.  En segundo lugar continuaré explicando qué es lo que significa este concepto de democracia, ya que resulta ser esa clase conceptos tan cercanos y familiares, cuyo significado pareciera ser tan evidente y prístino, pero que en realidad está lejos de serlo. Para lograr esto, me referiré a una serie de autores que han dedicado al estudio de la democracia tal como Joseph A. Schumpeter, Raymond Aron, Robert Dahl y Crawford Brough Macpherson, entre otros. Por último, finalizaré con una crítica al sistema democrático, vale decir, un ejercicio de demistificación de este sistema de gobierno, señalando los potenciales peligros que trae consigo. El objetivo de esto último es simplemente sopesar con la mayor frialdad posible las luces u sombras de la democracia.

* Louis Blanc (1811-1882), político e historiador socialista francés.

[1] Pierre Rosanvallon, La legitimidad democrática.  Imparcialidad, reflexividad y proximidad (España: Ediciones Paidós Ibérica, 2010), 21.

[2] Friedrich Hayek, Camino de servidumbre (España: Alianza editorial, 2010), 103.

[3] Alain Touraine, ¿Qué es la democracia? (México: FCE, 2006), 15.

[4] Gustavo Bueno, La democracia como ideología, Abaco, Nº12/13, 1997 (documento en línea: http://www.filosofia.org/aut/gbm/1997dem.htm)

[5] Emma Reverter, entrevista con Paul Auster (fuente: http://edant.clarin.com/diario/2007/02/25/sociedad/s-05215.htm)

[6] Jean-Jacques Rousseau, El contrato social (España: Mestas ediciones, 2001), 96.

[7] Ibid.

[8] Giovanni Sartori, Teoria de la democracia. Los problemas clásicos, tomo II (España: Alianza Editorial, 2007), 319.

[9] Ibid., 319-320.

[10] Ibid., 327-328.

[11] Ibid., 331.

[12] Ibid., 329.